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domingo, 7 de noviembre de 2010

Ecología y paisaje: Lanchepata


 Escribe: Mazarino Bazán Zegarra
 No sé cuál sea la etimología de tu nombre que, en todo caso, debe provenir de tu fruto natural el lanche; pero si adivino la lid que sostienes con tu vecino el Wishquimuna, con arrestos de grandeza por su lado, por la primacía de ser el cerro mayor de Sucre. Me inclino por ti por muchas razones. En principio, te corona con oro el sol que se esconde diariamente por tus cumbres, después de recoger su blonda cabellera que ha iluminado el valle durante el día, para que te acoja la noche y te arrope con su manto negro salpicado de estrellas; privilegio tuyo coterráneo con la fantasía obsequiada por el afecto de tus hijos, entre ellos, el de Urfilas Bazán, cuya mentalidad creadora convirtió a tu cima en lugar de reposo de las danzarinas de villancico, con lo cual aplacaba nuestra curiosidad infantil, para seguir tras ellas y no encontrarlas; pero sí divisar, desde tus cumbres, la belleza inconfundible de tu campiña citadina compañera, a la que da inicio tu tributario El Chullipampa y termina allende las Lajas; aquella campiña, don Zenobio Rocha, recorrida palmo a palmo por su afán de labriego, suscitando en Ud. El apego por la canción melancólica, motivado por el mensaje de los ariscos del camino y el aroma de las flores silvestres; de esa misma campiña pintada en el lienzo multicolor por el pincel maestro de su hermano Alfredo, con su visión de lejanía como era su estilo en su naturaleza de hombre cosmopolita, afincado por su propio querer y saber en todos los lugares del mundo; y que, finalmente, ha impregnado de sabor todos mis recuerdos para rellenar con ellos la almohada de mis sueños.
Suficientes títulos para erigirte vencedor.

Pero, hay algo más. Te engalana y te da lustre la nostalgia de tus paisanos ausentes, con vivencias de toda edad, amontonadas en tus laderas. Dice don Miguel de Unamuno, en uno de sus bellísimos ensayos, que el amor, a diferencia del odio, necesitado de realidades presentes para existir, crece con la ausencia. A ello se debe probablemente la magnificencia de tu perfil distante en nuestros corazones.
 Ahora, la modernidad te ha hecho partícipe del progreso, permitiendo pase por tus filas de carretera troncal de unión con el resto del departamento. Pienso, aquí, si esta circunstancia no producirá, en detrimento de nuestros afectos, el desplazamiento del espectáculo nocturno del El Torno, por donde irrumpía la luz del faro de los vehículos venidos de lejos, aligerando nuestros pasos, caminito de La Misionera adentro, para ir al encuentro del rugir de los motores; pero, pienso a la vez, en el deseo de cada generación por moldear su propio entorno y modificar sus perspectivas y talvés, con el correr de los años, sea mejor ver bajar los carros por tus laderas. Con el permiso de la tradición, incompatible con los cambios, estaremos a la expectativa, si Dios permite.

Laderas petreas del cerro Lanchepata aún mantienen su belleza natural
Resultas, en cambio, irreemplazable en las puestas del sol. Estarás por siempre en el oeste, por decisión determinante de la naturaleza. Eres, por consiguiente, amo y señor de los atardeceres. Me gustaba observar tus crepúsculos vespertinos desde un ángulo de la Plaza de Armas, entonces callada y solariega, sensible como soy a las cosas agradables del espíritu, y recibía una doble impresión: de alegría, al ver cómo se hermanan, en el color grana característico del sol mortecino, las nubes y tus cumbres, el cielo y tu cima; y de tristeza, consustancial con todo ocaso, al pensar cómo el destino nos rubrica por igual a los seres de la naturaleza física y humana, sin cortapisas, con el cuño inexorable de su sello, que lleva impresa la leyenda de nacer y morir; cuando en realidad somos diferentes y reclamamos por eso el trato equitativo de las leyes de Dios y del hombre. La trayectoria del sol no tiene tropiezos, pues nace, alcanza su cenit y se pone. En la nuestra se agazapan los males en el mediodía y llegan generalmente robustos al atardecer hasta que nos llama "el domingo, bocón y mudo del sepulcro", a donde nos precipitan sin ambages. Más aún, el sol renace radiante todos los días. Nosotros, después de la puesta definitiva, no volvemos más. Este drama naturalmente, produce angustia.
Cerro Lanchepata, ¡Evitemos su "sangrado"!
  De todas estas vicisitudes es testigo presencial tu eterna permanencia, entrañable Lanchepata.

Por eso, por tu eternidad, participas, por añadidura, del privilegio de los dioses.

Fuente: Revista el Labrador, mayo 1999.

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