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domingo, 3 de enero de 2010

El Moroco Panudo


Por Palujo:

A Napoleón Zegarra Salazar, a Nelson Alvares Zegarra, a Francisco Collantes Malaver y Roque Pérez Godoy; todos paisanos, excelentes miembros de la ex Benemérita Guardia Civil, hoy PNP; pero principalmente, hombres de noble corazón y amigos de una fidelidad a prueba de “bombas” y de “balas”


El Moroco Panudo

Luego de haber recibido su Diploma de Honor al Mérito, por ser uno de los principales autores de la detención, con riesgo de su vida, de la más sangrienta banda de asaltantes autodenominada “Los Destructores”, Federico sonrío para sus adentros, al recordar sus primeros meses en la Escuela de Guardias de la Policía Nacional. Dos segundos bastaron para que, de aquellos días, reviva un incidente que, lejos de amedrentarlo, le dio más fuerza para seguir adelante…


“…Como uno de los tantos Alumnos “Morocos” de la Escuela de Guardias, Federico salió de paseo, por primera vez uniformado, luego de tres meses de instrucción acuartelada. Como distintivo llevaba una Insignia a tres dedos del hombro izquierdo y un correaje blanco ceñido a la cintura.

Sucedió la mañana de un sábado, cuando orgulloso portaba uniforme. Caminando, con el pecho erguido, lo primero que se le metió a la cabeza fue ir a visitar a sus paisanos que, por Barrios Altos, los fines de semana, andaban desparramados. Federico ¡quería que lo vieran uniformado!; pero, para su mala suerte, ese día, a sus “paisas” se los tragó la tierra y por más que deambuló por toda la zona, incluyendo el cementerio, no encontró con quien “panearse”.

Desilusionado, decidió ir a la urbanización Las Flores de Lima, porque es allí donde vivía. Para pasar como Guardia antiguo, escondió el Correaje y subió, a la altura de los jirones Ancash y Maynas, al microbús morado de la línea cincuenta y dos. Los pasajeros ocupaban todos los asientos, siendo Federico el único parado. De pronto el microbús se detuvo, a pesar de la negativa del cobrador que intentaba impedir que suba un fornido negro de más o menos un metro ochenta de estatura y de una musculatura que era para correr a cualquiera.

- Jefe, jefe –díjole a Federico el cobrador preocupado–. Este señor nunca paga pasaje, que no suba por favor.

De un manotazo, el negro puso a un lado al boletero indefenso.

- Pero hombre –explicó Federico–, si el señor acaba de subir; cuando esté por bajar, te pagará su pasaje.

El microbús continuó su marcha. Los pasajeros miraban atentos y el negro, encorvándose un poco, se agarró de los pasamanos mostrando sus bíceps, desafiante.

El cobrador, con los ojos que clamaban auxilio, se acercó al gigante de piel oscura y le solicitó su pasaje.

El negro, introduciendo la mano al bolsillo derecho del pantalón, sacó una moneda y pagó su pasaje.

Al poco rato el gigantón vociferó, asustando a los viajeros.

- ¡Oye! –le gritó al cobrador–. ¿A qué hora me vas a dar mi vuelto?

- Pero si me pagaste los veinticinco intis que cuesta el pasaje –reclamó fastidiado el cobrador.

- ¡Tú me das mi vuelto y punto! –levantó la voz el negro, acercándose al boletero, enfurecido.

- Jefe, jefe, usted es testigo –el cobrador miró suplicante a Federico, y éste, tratando de mostrar la cara más seria y mala que pudo, habló con una seguridad que no se lo creía nadie:

- ¡Oiga no reclame vuelto! –dijo.

El negro, haciendo blanquear sus ojos, parecía no haber escuchado. Se comportaba como si mirase a un insecto que se atrevía a picarlo.

- ¡No reclame vuelto! –repitió Federico algo confuso.

Con su mirada, el gigantón, lo hizo sentir como si no existiera.

Sacando valor, no se sabe de dónde, Federico tomó del brazo al negro, tratando de empujarlo hasta la puerta.

- ¡Baja, baja! –le dijo más rogando que ordenando.

El negro, esta vez a parte de blanquear los ojos, le mostró sus también blancos dientes.

- ¡Baja, baja –insistió Federico.

- ¡Para el carro! –Federico ordenó valientemente al chofer, sin soltar del brazo al gigante de metro ochenta.

- ¿Vas a bajar o no? –preguntó Federico mirando más al público que al negro.

- ¡NO! –le respondió el negro casi mordisqueándole el oído.

- ¿A no bajas? –habló Federico, soltándole el brazo y arreglándose el Kepí–. Sí tú no bajas – le dijo–, entonces el que baja soy yo.

Y, para sorpresa de todos, Federico bajó del micro sin terminar la frase, mirando a sus espaldas, como si temiera ser perseguido por el negro.

Después, ya lejos del gigante, tomó otro microbús y permaneciendo alerta: "no vaya a subir otro negro, igual al gigantón de metro ochenta y ojos de toro bravo…”

Federico, con el diploma en la mano, dio media vuelta, levantó la pierna izquierda y con paso marcial se dirigió a donde se encontraban emplazados sus compañeros de armas. En su rostro, había desaparecido la sonrisa causada por el recuerdo, para dar paso al rostro serio de policía cuajado, seguro de sí mismo, orgullo de su familia, de su institución y, porque no decirlo, del Perú entero.

1 comentario:

  1. Algun parecido con la realidad es pura coincidencia? ja ja ja, pobre moroquito, en el fondo, siempre fue un cobarde...
    por eso le duro poco el diploma....

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